Marzo de 1629, unos ovnis aparecen en el cielo y son vistos desde el Vaticano. Al ponerse el día, un halo solar formado de puntos de luz brillante giraba en torno a órbitas. La jerarquía eclesiástica decide escribir a los más sabios del momento para ver si alguien podía encontrar una explicación al fenómeno.

Descartes recibió la misiva con tanta curiosidad que dejó todo lo que estaba haciendo y se puso a investigar, tardaría años en hacer un tratado sobre el asunto. Su conclusión: eran meteoros. Cuando en el Vaticano recibieron la respuesta de Descartes, ya era tarde. Alguien allí ya había dado con el origen: el fenómeno era causado por ángeles que estaban preparando el segundo Advenimiento. La ciencia actual ha dado una explicación aún más peregrina, se trata de parhelia: “un fenómeno que se produce cuando el sol brilla a través de una nube delgada compuesta de cristales hexagonales de hielo que caen con su eje principal en vertical”.

Esta anécdota es representativa de la curiosidad con la que vivió toda su vida Descartes y que hoy en día podría aplicarse en cualquier equipo profesional.

Supo mirar la filosofía y preguntarse si podía “filosofarse mejor”. Ésta es una cuestión compleja y dolorosa si queremos llevarla a nuestras propias creencias y al plan de trabajo que queremos poner en marcha. Cuestionarse los axiomas propios parece casi imposible, que otro te los cuestione es mucho más viable.

Volviendo a Descartes, la obsesión por llegar a una verdad incontestable y empezar a edificar desde ahí, le llevó incluso a desconfiar de sus propios sentidos. Ni las matemáticas supusieron una certeza para Descartes ya que pensaba, que era posible, que algún genio maligno le engañara y en realidad 2+2 no fueran 4. “Cogito ergo sum”, “pienso luego existo” y a partir de esa afirmación incontestable fue desde donde el beato Descartes, impulsó el racionalismo que crearía escuela en el ámbito de la filosofía en siglos sucesivos.

Heredar le ayudó a centrarse en lo que le gustaba: investigar. 3 años estuvo con el “Tratado sobre el universo” cuando una noticia que quedaría para la historia llegó de Roma: Galileo sería juzgado por su obra y obligado a renegar de ésta. Descartes se apresuró a pedir una copia del trabajo de Galileo y contempló horrorizado que sus conclusiones se acercaban mucho a las que había llegado él mismo. Metió su obra en un cajón y tuvo que morir para que se publicara.

Descartes moriría de la forma más absurda (y eso que él planeaba vivir más de 100 años). La reina de Suecia le medio obligó a ir a Estocolmo y en un capricho “real”, hizo a Descartes enseñarle filosofía, nada más y menos que a las 5 de la mañana. Descartes, que nunca gozó de excesiva buena salud y tampoco había madrugado en su vida, murió de una pulmonía en una ciudad, Estocolmo, donde salir de madrugada estaba lejos de ser prudente.