Con 16 años dejé el colegio para irme a un instituto donde conocí al grueso del grupo de amigas y amigos que mantengo a día de hoy (lo de pasar de un cole de chicos a uno mixto, en plena adolescencia, lo dejo para otro post).

Apenas conservé relación con la gente del cole que conocí en aquella época, salvando la excepción de mi hermano Alberto Díaz con el que me reencontré en mi primer día de carrera en Humanidades, hace cerca de 20 años y con el que desde entonces, no hemos vuelto a distanciarnos. Al menos, en ese invento maravilloso o destructivo que supone wasap y que utilizamos casi semanalmente para comentar nuestras vidas, reflexiones o cualquier trivialidad.

Hace unos meses me propuse recontactar con algunas personas de mi cole: comidas, desayunos, quedadas y creo que es lo más terapéutico que he hecho en los últimos años. No voy a dejar de hacerlo.

No somos los que fuimos ni seremos los que somos, pero hay algo maravilloso en volver a la infancia que no sé describir en un post.

Reconocer en la mirada de un tipo que ronda los 40 años a un niño con el que hiciste cosas que hoy esperas, no repitan tus hijos, es la vuelta a una emoción enterrada, pero que asoma en esos encuentros a modo de flashes tal y como le pasa al «viejo» Peter (Pan) en Hook.

Me hace ser consciente del paso del tiempo, de la suerte que poseo y de que tengo que tomarme todo más a la ligera.

Esto está pasando muy muy rápido y si llegamos a viejos, hay que seguir trabajando para mirar los 40 con la felicidad que miro ahora mi infancia.

No podemos cambiar nuestro pasado pero sí reflexionar sobre lo aprendido para no repetir errores y construir un futuro tomando decisiones.

No seguir «donde nos lleve la vida» sino ir donde queremos que nos lleve.

Observar al niño para pintar al anciano.

Os dejo esta reflexión, yo sigo con mi #Freijosofia